Imagínese que su hija adolescente le cuenta que de mayor quiere ser humorista. ¿Qué le diría? Muchas cosas, sin duda, pero seguro que ninguna como la que le espetó Carrie Fisher a la suya (Billie) hace unos años. «Mira cariño, si quieres ser cómica, tienes que ser buena escritora. Y no te preocupes, porque tienes material en abundancia. Tu madre es maniaco-depresiva, tu padre es gay, tu abuela baila claqué y tu abuelo se inyectaba anfetaminas». Billie se río mucho al oír su consejo. «Cariño, que esto te parezca gracioso te ha de salvar la vida», zanjó mamá. Bienvenidos a los locos mundos de Carrie Fisher.
Fisher (Los Ángeles, 1956) era conocida hasta ahora por su interpretación de la princesa Leia Organa en La guerra de las galaxias. Pero también, ¡ay!, por haberse convertido en un juguete roto de Hollywood. Carne de tabloides por sus adicciones a las drogas y su trastorno bipolar.
Pero, como demuestra su autobiografía Mi vida en esta galaxia (Babel Books), parece que no hay nada que unas risas no puedan curar. Porque la carrera de Fisher en el mundo del espectáculo ha resucitado de la manera más chocante e inesperada: riéndose de sí misma, parodiando sin freno su carrera y sus vicios, soltando un aluvión de chistes sobre sus problemas mentales. ¡Atiza!
Todo comenzó el 7 de noviembre de 2006. Ese día, Fisher se subió al escenario del Teatro Geffen de Los Ángeles para representar Wishful drinking, obra donde repasaba los momentos más escabrosos de su biografía en clave cómica. La posterior gira por EEUU fue un pequeño éxito. Y la actriz modificó el libreto hasta convertirlo en un libro: Mi vida en esta galaxia. «Todas las noches hago una obra teatral en la que entretengo al público con relatos sobre mi disfunción. Me sumo al escaso número de famosos que sienten el impulso de compartir historias del tiempo que han pasado girando sobre el desagüe».
Fisher es una hija de Hollywood. En un grado tan exagerado que, en efecto, su vida parecía estar pidiendo a gritos ser parodiada. Para empezar, creció en Beverly Hills (sí, ese barrio tan conflictivo). Y sus padres eran el crooner Eddie Fisher y la actriz Debbie Rey-nolds (Cantando bajo la lluvia), los «Brad Pitt y Jennifer Aniston» de la época. «Crecí yendo a visitar platós. No poseo lo que podríamos llamar un sentido convencional de la realidad. Mi realidad deriva de la versión de Hollywood de la realidad», dice la actriz, que describe así la mansión de ensueño en la que pasó su infancia: «Tenía cosas que no tienen la mayoría de las casas normales. Teníamos ocho pequeñas neveras de color rosa (ya sabéis, por si acaso llegaban de visita Blancanieves y los siete enanitos) y un patio, y cuartos para lavar y planchar. Ah… y tres piscinas, por si acaso se estropeaban dos de ellas». En efecto, si los usos y costumbres de las estrellas de Hollywood le parecen a usted algo risible, este es su libro.
Cuando Fisher era pequeña, sus célebres padres quedaron atrapados en la clásica dinámica hollywodiense del cásate por la mañana para divorciarte por la tarde. Su padre se lío con Elizabeth Taylor y dejó a su mujer. Debbie decidió entonces que «no quería casarse con otro hombre que se marche. Por lo tanto se casó con un hombre muy, muy mayor que no podía ni correr. Efectivamente, Harry Karl no corría en absoluto. Todo lo que hacía es sentarse a fumar y beber y leer el periódico. Trece años más tarde, después de perder todo su dinero, se gastó todo el de ella. ¡Qué divertido! Así que el matrimonio se acabó. Debbie estuvo sola un tiempo, pero entonces intervino el destino y le trajo al psicópata de Richard Hamlett», enumera Fisher.
Elizabeth Taylor (buena es ella) sustituyó pronto a Eddie por Richard Burton. El cantante lo superó casándose, primero, con una joven actriz rubia, y luego, con Miss Luisiana. La estabilidad llegó de la mano de una mujer china llamada Betty Lin («es muy rica, lo cual resulta práctico porque Eddie ya se ha arruinado cuatro veces», cuenta Fisher). Pero Betty se muere. Y Eddie vuelve a echarse al monte. «Empieza a salir con la mitad de las mujeres de Chinatown. Lo hace, en parte, como homenaje a Betty, y en parte, porque después de tantas operaciones de cirugía estética parece chino». La propia Carrie también se apuntó al embrollo sentimental casándose y divorciándose con el músico Paul Simon. Una decisión con un significado freudiano profundo. «Paul es un cantante judío bajito. Eddie Fisher es un cantante judío bajito. Cantante. Judío. Bajito. ¿Alguna pregunta?». Sí, una. Carrie, ¿le dice a usted algo el nombre de Edipo?
Varias décadas después, su hija Debbie flirteó con uno de los nietos de Mike Todd y Elizabeth Taylor. Mientras intentaba averiguar si les unía algún vínculo consanguíneo, Fisher elaboró una estrafalaria teoría sobre la relación entre Hollywood y la casa de los Austrias. «La endogamia de Hollywood es como la de la realeza. De hecho, los famosos son la realeza americana. Mi hermano Todd y yo somos como esos patéticos monarcas, por ejemplo, Carlos II de España, el último de los Austrias. Era el resultado de una endogamia tan tremenda que su tía era también su abuela. Y tenía la lengua tan larga que no podía masticar o hablar de forma comprensible. Y babeaba».
También parodia la legendaria capacidad del creador de La guerra de las galaxias para convertir en merchandising todo lo que toca. «Entre las posesiones de George Lucas se encuentra mi imagen, de manera que cada vez que me miro al espejo tengo que enviarle un par de dólares». ¿Exagera? Veamos. «Lucas fue el que me convirtió en una muñequita. Una muñequita en la que uno de mis ex clavaba alfileres cuando se enfadaba conmigo (la encontré en un cajón). También me convirtió en un frasco de champú en el que había que retorcerme la cabeza para que saliese líquido por el cuello. ¡Llamando al doctor Freud! ¡Llamando al doctor Freud! Había también un jabón cuya etiqueta decía: Enjabónate con Leia y te sentirás como una princesa’ (¡Chicos!)».
Fisher bromea incluso con la posibilidad de tener personalidad múltiple a causa de su trabajo con Lucas: «No sólo soy esta criatura llamada princesa Leia sino también unas muñecas de varios tamaños, camisetas y pósteres diversos, productos de limpieza y un montón de artículos más de merchandising. Resulta que era incluso una chica de calendario, una fantasía con la que se masturban con frecuencia los obsesos quinceañeros empollones de medio mundo».
La intérprete ha resucitado su carrera riéndose de sí misma
La actriz comenzó a tomar alucinógenos, calmantes, opiáceos y estimulantes de joven. «Pensaba que tenía que gustarme todo lo que hacía. Y para eso tenía que tomar un montón de drogas. Si esperas ser feliz y sentirte cómoda toda la vida puedes convertirte en drogadicto o alcohólico. Que es obviamente en lo que me convertí», dice Fisher, segura de haber controlado su «necesidad compulsiva de sentirse cómoda».
Soy Napoleón
Igual de intensa ha sido su relación con las enfermedades mentales, iniciada a los 24 años, cuando le dijeron que era hipomaniaca, es decir, «de humor demasiado cambiante, que es la versión suave del trastorno bipolar, caracterizado por un humor variable hasta el espanto, con alucinaciones ocasionales y periodos de reclusión en el hospital». En efecto, eso vino después…
«Cada vez que me miro al espejo tengo que pagar a George Lucas»
Terrible, vale. Pero a Fisher, entregada a la causa del humor punk, tampoco le tiembla la pluma a la hora de describir su enfermedad en términos hilarantes. a) «Cuando me enteré pensé en instaurar el Día del Orgullo Bipolar. En las carrozas irían los depresivos, que no tendrían ni que levantarse de la cama, y podrían seguir con la mirada perdida en la distancia. Los maniacos irían en la banda de música, hablando, riéndose, yéndose de compras, follando y tomando decisiones equivocadas». b) «La mayoría de las enfermedades tienen síntomas reconocibles: fiebre, estómago revuelto, escalofríos. Pues en el caso de la psicosis maniaco-depresiva es promiscuidad sexual, gasto de dinero excesivo y abuso de sustancias. ¡A mí me suena a un fin de semana fantástico en Las Vegas!».
Cuando comenzaba a estar un poco desesperada, recurrió al electroshock para atajar una depresión de caballo. «Electricidad en lugar de fin de partida», resume. Acabado el tratamiento, notó que algunos recuerdos se habían borrado de su mente («He tenido que recuperar mi mundo a la edad de 52 años»). Pero no se lo tomó precisamente a la tremenda, a juzgar por el mensaje que dejó en su contestador automático. «Hola, bienvenido al buzón de voz de Carrie Fisher. Debido a la reciente terapia electrocompulsiva, presta especial atención a las siguientes opciones. Deja tu nombre, número y una breve historia de por qué te conoce Carrie, y ella te llamará si eso le refresca la poca memoria que le queda. Gracias por llamar y que tengas un buen día». En efecto, la monda. ¿No tienen ustedes palabras para definir a Carrie Fisher? No se preocupen, ella sí: «En los últimos años me siento muy cuerda con relación a lo loca que estoy». Amén.
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