Cenas privadas de ‘amigos’, vestidos espectaculares, hábiles maquinaciones en la sombra… y dinero, mucho dinero. La campaña para que una película llegue a ganar la estatuilla es un impresionante y sutil ejercicio de ‘lobbying’. El rey de este ‘circo’ es Harvey Weinstein, que este año compite con ‘El discurso del rey’. Así es el juego de Hollywood.
Steven Spielberg fue incapaz de disimular su asombro cuando Shakespeare enamorado le arrebató un Oscar cantado a Salvar al soldado Ryan en 1999. Unas filas más allá, un hombre orondo no podía (ni quería) disimular su alegría. Era Harvey Weinstein, el todopoderoso productor de la comedia romántica. Los siete Oscar de Shakespeare enamorado supusieron la gloria para Weinstein, pero también marcaron un hito en la forma de gestionar el negocio de Hollywood. Aunque siempre se habían hecho campañas previas a los premios, los estudios no operaban como los lobbies en Washington, nunca antes se había tenido tan clara conciencia de la importancia de invertir dinero -mucho dinero- y de desplegar grandes dotes sociales para ganar un Oscar como hasta la aparición en escena de Weinstein. Su olfato para rescatar joyas indies y convertirlas en carne de taquillazo le ha servido para formar una camarilla de adeptos como Quentin Tarantino, Ben Affleck o Matt Damon. Pero su especialidad son los Oscar: sus cintas han cosechado 42 estatuillas y ha logrado colar 20 de sus películas en la terna final que designa a la mejor película, incluida El discurso del rey, favorita de este año. «Cuando eres Billy el Niño y la gente alrededor tuyo muere de causas naturales, todo el mundo piensa que les disparaste tú», explica Weinstein sobre su reputación de utilizar malas artes para conseguir sus dorados objetivos. El único rival de Weinstein en estas artes es el productor Scott Rudin, que este año presenta batalla con dos caballos ganadores: La red social y Valor de ley. Son enemigos profesionales, pero han colaborado eventualmente, se profesan un gran respeto y tienen grandes similitudes: los dos son judíos de Nueva York que siguen viviendo en esa ciudad y no en Hollywood, los dos tienden al sobrepeso y se parecen físicamente y tienen fama de tener un carácter difícil y trabajar las 24 horas del día.
Paso uno: invierte dinero, y mucho.
Weinstein y Rudin saben mejor que nadie que el Oscar tiene un precio. Para aparecer en la lista de los nominados en cualquier categoría hay que gastar cinco millones de dólares de media (3,6 millones de euros), pero la cifra se dispara si la película opta a las candidaturas más cotizadas. «Un contendiente real se gasta entre 7 y 11 millones de euros», dice Tony Angelotti, uno de los publicistas más influyentes de Los Ángeles y asesor para las campañas de los Oscar de Universal y Disney. La cuenta es fácil: las firmas de relaciones públicas como 42 West, dirigida por Leslee Dart, cobran una cantidad fija por película al mes (unos 11.000 euros), pero si logran el Oscar pasan de nuevo por caja para facturar primas de hasta 250.000 euros. Las agencias de publicidad recaudan una minuta de hasta 30.000 euros por rehacer anuncios, y la ‘chapa y pintura’ de una estrella (maquillaje, estilismo y peluquería) puede costar hasta 7.000 euros al día durante la campaña de premios. Pero esto es solo la calderilla: el grueso se esfuma en publicidad y marketing.
Paso dos: que los grandes vean tu película.
Lo más importante es lograr que los más de 6.000 académicos (entre actores, guionistas, directores y demás gremios) vean la película. Y no es fácil, con más de 250 cintas en competición antes de la criba de las nominaciones. Para eso, la publicidad a la vieja usanza es clave. Lo más efectivo es comprar una página en los periódicos que todos los que trabajan en la industria devoran con el café de la mañana: las prestigiosas cabeceras de entretenimiento (Variety o The Hollywood Reporter) o las de información como LA Times o The New York Times, cuya página puede rondar 70.000 euros. Todos los anuncios llevan la misma cabecera: «For your consideration» [Para su consideración], un nada sutil recordatorio a los académicos de que su voto cuenta.
Y por si la publicidad no es suficiente para arrastrarlos al cine, las proyecciones hacen el resto. «El boca a boca de los críticos ayuda, pero los académicos tienen que verla. Las proyecciones son clave», dice Angelotti. Los estudios alquilan salas en Los Ángeles a 2.500 euros por pase y, si el presupuesto lo permite, enviar una copia en DVD al buzón de casa nunca está de más. Ese, dicen, fue el secreto de Crash, que se gastó una fortuna en mandar 100.000 copias de la película no solo a los votantes, sino a aquellas personas que podían influirlos. Detrás de su inesperada victoria en 2005 -que dejó en la cuneta a Brokeback mountain-, de nuevo Weinstein, que visitaba y desplegaba encantos hasta en la Motion Picture Retirement Home, una residencia para viejas glorias sin recursos, pero con carné de la Academia y derecho a voto. Este año, en que Weinstein asegura que apenas ha gastado en promocionar El discurso del rey, volvió a apostar por los pases privados… y con fundamento. A la primera proyección, con la presencia de todos los protagonistas, acudieron Rupert Murdoch, el mógul de los medios de comunicación, Henry Kravis, uno de los más exitosos inversores de Wall Street y Steve Schwarzman, presidente del Grupo de inversión Blackstone. No votan, pero su opinión hace que cualquier valor cotice al alza.
Paso tres: ¡invítame a tu fiesta!.
Para colocar una candidatura también es importante tener padrinos que inviten a su casa a quienes tienen voto y animen a ver la película. Las iniciativas tienen que ser privadas porque, oficialmente, la productora no puede organizar eventos o fiestas promocionales directos. Es lo que hizo hace unas semanas Julia Roberts con Javier Bardem. Su ‘hada madrina’ le dio el impulso necesario para cosechar una nueva nominación por su papel en Biutiful al organizar una proyección privada para despertar conciencias adormecidas. Y, sin duda, lo logró a juzgar por la presencia en los medios americanos del actor en las últimas semanas. Solo eso ya vendría a ‘amortizar’ la aparición de Bardem en Come, reza, ama, el filme que protagonizó con Julia Roberts, lejos de su registro habitual, y que la crítica vapuleó sin piedad.
Paso cuatro: nunca te pases de listo.
Aunque las normas de la Academia son permeables a cierta dosis de picardía, en general, son implacables con el fraude. Después de mucho descrédito, la organización se puso seria y cortó el grifo de los amiguismos y los sobornos de los primeros años 30. Por eso, prohíbe toda comunicación entre candidatos y votantes destinada a endiosar una cinta o difamar otra. Ese ha sido el pecado capital de Chris Sparling, guionista de Buried, que pagó la novatada al mandar una carta a los académicos pidiendo apoyos para la nominación y solo recibió un tirón de orejas. Igual que Nicolas Chartier, productor de En tierra hostil, que el año pasado estuvo a punto de arruinar la campaña de su cinta con un simple e-mail pidiendo apoyo a varios amigos de la industria. Chartier tuvo que pedir perdón y se quedó sin invitación a la ceremonia. No hubo más represalias.
Pero siempre puede haber sorpresas. El curioso caso de Benjamin Button derrochó 12 millones de euros con un resultado más que discreto: se llevó tres estatuillas menores ante el descaro de Slumdog millionaire y su modesto presupuesto. Esta noche, en cambio, se baten en duelo dos profesionales del lobby que no tienen reparo en gastar tanto en promoción como en hacer la película: Weinstein, con El discurso del rey, y Rudin, con La red social, son los dos grandes protagonistas, aunque sobre la alfombra roja pasen inadvertidos. Y es que, como dice Angelotti, «esto es Hollywood, no Viena. Nos gusta el arte, pero aún más los negocios».
Un artículo de Ixone Díaz Landaluce, para XLSemanal.