Reproducimos el fantástico post de Física en la Ciencia Ficción escrito por Sergio L. Palacios, relacionado con Predators.
Algo muy extraño está sucediendo en el mundo de Royce, mercenario estadounidense sin escrúpulos. Repentinamente y sin saber por qué, se ve precipitándose al vacío desde un avión de combate. No sabe dónde se encuentra ni cómo ha llegado allí. Al poco tiempo, comienza a encontrarse con otros siete personajes, quienes también han caído del cielo en ese mismo paisaje desconocido, rebosante de vegetación tropical y de un calor y humedad sofocantes. Poco a poco se van dando a conocer, pues todos ellos tienen una cosa en común: se encuentran armados hasta los dientes. Bueno, y también que todos ellos hablan inglés, a pesar de encontrarse entre ellos una agente de operaciones especiales, un soldado israelí, otro africano y otro ruso, así como un sicario mejicano, un yakuza japonés y hasta un médico.
Tremendamente desconcertados, emprenden la marcha todos juntos. Al principio todo parece bastante «normal» pero enseguida comienzan a notar efectos extraños. Royce se da cuenta de que la brújula que lleva consigo no consigue estarse quietecita y señalar un punto fijo, como suele ser habitual. Además, el sol no parece desplazarse por el cielo, permaneciendo estático. La perplejidad de semejantes asesinos se comprende perfectamente si se piensa con un poco de lógica y conocimiento científico, aptitudes tan poco cultivadas en los tiempos que vivimos, sobre todo en la gente mala, muy mala. ¿Acaso una brújula loca y un sol perezoso no son fáciles de encontrar en las cercanías de los polos terrestres? Ah, claro, pero es que en los polos hace un frío de pelarse las gónadas y estos tipos duros se encuentran en medio de una jungla, con un calor que ya quisieran para sí los noruegos. ¿Qué está pasando, entonces? ¿Ha llegado el cambio climático de repente y los ha pillado a todos en paños menores pero con las pistolas bien calientes? ¿Forman parte de una pesadilla colectiva, un experimento o, simplemente, están todos muertos y han coincidido en el infierno?
Las breves líneas anteriores corresponden a parte del argumento narrativo de la reciente secuela Predators (Predators, 2010) de una de las más prolíficas sagas cinematográficas en los últimos años. Por las pantallas de todos los cines del mundo han pasado los famosos y aterradores «depredadores», miembros de una cruel y sanguinaria raza alienígena, proveniente de un planeta extremadamente cálido y cuya máxima afición consiste en dar caza a seres humanos o, en su defecto, xenomorfos como los terribles «aliens» de sangre ácida corrosiva, siempre con el loable propósito de coleccionar sus sanguinolentas espinas dorsales, arrancadas de cuajo con furibundo frenesí.
Pero volvamos con nuestros protagonistas donde los habíamos dejado, aún conmocionados por el «shock» de no saber dónde se encuentran. Mientras siguen caminando por el interior de la selva, se ven repentinamente atacados por unas criaturas desconocidas de ferocidad extrema. Sus pensamientos se vuelven aún más confusos. Decididos a averiguar lo que está sucediendo, optan por intentar abandonar la frondosidad de la jungla y poder disponer de una posición más adecuada para observar. Cuando llegan finalmente a un promontorio, sus dudas se disipan de golpe. Ante ellos, un espectáculo sobrecogedor y terrible al mismo tiempo. Sus ojos contemplan atónitos el cielo. Sobre sus cabezas se encuentran varios cuerpos planetarios de distintos tamaños. Resulta obvio que no están en la Tierra. Pero, entonces ¿dónde? Y, sobre todo, ¿por qué?
No os destrozaré la película y me detendré justamente en este mismo momento. Y lo hago para abordar un tema que me parece muy interesante. Me estoy refiriendo al tamaño relativo de los astros cuando son observados desde otro cuerpo celeste diferente. Todos hemos contemplado en multitud de ocasiones la Luna y el Sol desde la Tierra, nuestro planeta. A pesar de que sus tamaños reales son muy distintos, os habréis podido dar cuenta de que, vistos desde la superficie de la Tierra, sus tamaños aparentes son extraordinariamente parecidos. Gracias a esta curiosa coincidencia podemos disfrutar de unos eclipses espectaculares. Ahora bien, ¿por qué los tamaños aparentes de ambos astros son tan parecidos? Os lo diré con una sola palabra: matemáticas.
Veréis, resulta un ejercicio elemental deducir la expresión del diámetro aparente de un objeto al observarlo desde una distancia concreta. Solamente tenéis que dibujar una circunferencia que representa el cuerpo observado. A continuación, desde un punto situado fuera del círculo anterior (que representa el lugar de observación) trazáis dos rectas: una tangente a la circunferencia y la otra que pase por su centro. Estas dos líneas, junto con el radio del círculo definen un triángulo rectángulo. Si recordáis el concepto de tangente de un ángulo, resulta muy sencillo aplicarlo al ángulo que forman las dos rectas trazadas anteriormente desde el punto de observación. Dicho ángulo es el radio aparente del astro observado y su tangente es justamente el cociente entre su radio real y la distancia real que separa ambos cuerpos. Para tener el diámetro aparente, sólo hay que multiplicar por dos. ¿Sencillo, no?
Bien, apliquemos ahora la expresión anterior a la Luna y al Sol. Sus radios respectivos son 1.750 km y 700.000 km, mientras que sus distancias a la Tierra valen 385.000 km y 150.000.000 km, respectivamente. La calculadora nos dice que el diámetro aparente de la Luna, vista desde la Tierra, es de 31 minutos de arco; análogamente, el del Sol llega a los 32 minutos. ¡Casi idénticos!
Más aún, la expresión del diámetro angular permite también saber cómo se vería la Tierra desde la superficie de nuestro satélite. Para ello solamente hay que sustituir en la formulita el radio de la Luna por el de la Tierra. El numerito que sale nos dice que el diámetro angular terrestre asciende a 1 grado con 54 minutos de arco, es decir, la Tierra se ve desde la Luna casi 4 veces más grande que la Luna desde la Tierra. ¿No es fantástico?
Resulta más que obvio que cuanto más cerca estén los dos astros en cuestión tanto más grande serán sus tamaños aparentes en el cielo. Sin embargo, existen varias dificultades. Una de ellas tiene que ver con el denominado límite de Roche, llamado así en honor del matemático francés Edouard Roche, quien lo determinó teóricamente por primera vez en 1850. El límite de Roche representa la distancia mínima a la que se pueden acercar dos cuerpos sin que las fuerzas de marea gravitatoria entre ellos los fragmente, reduciéndolos a pedazos. Nunca se ha hallado satélite natural alguno en todo el sistema solar cuya distancia al planeta madre sea inferior a su límite de Roche. Cuando esto sucede nos encontramos con estructuras como los increíbles anillos de Saturno, formados por miles de fragmentos con gran variedad de tamaños. Todo se debe a la lucha entre dos fuerzas antagónicas: la gravitatoria entre las distintas partes del satélite que tiende a mantenerlo unido y la gravitatoria que ejerce el planeta de forma distinta sobre partes distintas del satélite, en función de sus distancias a cada una de ellas. Así, la atracción será mayor sobre la cara más cercana y bastante más pequeña sobre la cara más alejada.
Un cálculo muy simplificado, pero suficientemente preciso, del valor del límite de Roche se puede llevar a cabo sin más que igualar la diferencia entre las fuerzas gravitatorias que actúan sobre los dos extremos del satélite (el más próximo al planeta y el más alejado del mismo) con la fuerza de atracción gravitatoria entre dos fragmentos del satélite (cada uno de ellos con la mitad de la masa total) separados por una distancia igual al radio del mismo. Se obtiene, así, una expresión que relaciona el límite de Roche con el radio del planeta y las densidades respectivas de ambos astros.
Así, una vez más, para el caso de la Luna y la Tierra la distancia mínima a la que podrían situarse una de la otra asciende hasta unos 19.000 km. A esta increíble distancia nuestro satélite abarcaría un ángulo en el cielo de 10,5 grados, es decir, 21 veces más grande que ahora. Más espectacular aún resultaría contemplar nuestro planeta desde la superficie de la Luna, pues se extendería nada menos que más de 37 grados.
Entonces, a la vista de todo lo anterior, ¿resulta razonable el impresionante espectáculo que contemplan nuestros antihéroes, en la reserva de caza de los «Predators»? Pues hay de todo, la verdad. En primer lugar, no sabemos si nuestros amigos se encuentran en un planeta y lo que ven son satélites del mismo o viceversa, es decir, cabe la posibilidad de que se hallen en un satélite y lo que contemplan sean otros satélites y/o planetas compañeros, junto con el planeta madre. Para disponer de un punto de partida, me fijaré en nuestro propio sistema solar (otras hipótesis alternativas podéis considerarlas vosotros mismos como diversión). De los ocho planetas conocidos, Júpiter es el de mayor tamaño. Entre todos los satélites, el mayor es Ganímedes, también perteneciente al sistema de Júpiter. A pesar de todo, el diámetro de Ganímedes apenas supera los 5.000 km, menos de la mitad que el terrestre.
Supongamos, pues, que los feroces Predators se encuentran de excursión deportiva en una luna de un desconocido exoplaneta de tipo joviano, también conocido como «Júpiter caliente», en órbita alrededor de alguna estrella cuya zona habitable cae justamente donde se desarrolla la acción . Los movimientos de los protagonistas son completamente similares a los que pueden desarrollar sobre la Tierra, con lo que supondré que la luna tiene las mismas características en cuanto a tamaño, masa y densidad que nuestro planeta. Utilizando valores similares a los conocidos para Júpiter, se deduce que el límite de Roche debería caer alrededor de los 112.000 km, medidos desde el desconocido exoplaneta. En este caso extremo, la visión del cielo podría resultar estremecedora, pues abarcaría una región por encima de los 65 grados.
Sin embargo, no todo resulta tan sencillo. Efectivamente, un cuerpo similar a la Tierra y situado a tan sólo 112.000 km de un planeta como Júpiter estaría sometido a unas fuerzas gravitatorias 340.000 veces más intensas que las que sufre nuestra propia Luna. De hecho, los satélites galileanos de Júpiter experimentan en sus carnes tremendas fuerzas de marea. Ío, el más cercano de ellos, por ejemplo, sufre una actividad volcánica persistente, debido a la constante acción gravitatoria del gigante que preside sus cielos. Calisto, por otro lado, está sometido a una fuerza de atracción más de cien veces superior a la que experimenta la Luna por culpa de la Tierra. El mundo de «Predators», incluso aunque se situase a una distancia tres veces superior a su límite de Roche, se vería afectado por una fuerza gravitatoria 37.000 veces superior a la existente entre la Tierra y la Luna. Eso sí, habría un cielo precioso, con un planeta ocupando más de 24 grados sobre el horizonte. Una visión espectacular, siempre que nadie te extraiga tu espina dorsal…