El director de Ciudadano Kane no dejó títere con cabeza en los almuerzos que tuvo con Henry Jaglom y que por primera vez se publican en España. Brando, Hepburn… nadie escapa de su ira.
Cuando periódicamente se publican las listas de las mejores películas de la historia del cine hay un título que siempre se repite en las posiciones más altas: Ciudadano Kane. La ópera prima de Orson Welles cambió la historia del cine y dio a conocer a un director con un talento innato que ya había demostrado antes en la radio y en el teatro. Su primera película llegó cuando sólo tenía 26 años y el mundo a sus pies. El poderoso estudio RKO le otorgó a un novato lo que le negaba a sus vacas sagradas: libertad en el montaje final de las películas, algo que finalmente no cumplieron. Con Ciudadano Kane Welles ganó el Oscar al Mejor guion original, pero también la enemistad de magnates americanos como William Randolph Hearst y del sector más conservador de Hollywood, que siempre le consideraron un comunista.
Tan conocido como su talento era su excentricidad y sus malos modos. Tan pronto conocía gente como la apartaba de su lado. Su círculo de confianza era estrecho (Gregg Toland, Joseph Cotten…) y aquellos a los que detestaba un grupo que crecía por momentos. Uno de los últimos que entablaron amistad con Welles fue el director Henry Jaglom, que publicó en 2013 las conversaciones que mantuvo (y grabó) con el creador de Campanadas a medianoche y que el 20 de mayo se publicarán por primera vez en España de la mano de Anagrama bajo el título de Mis almuerzos con Orson Welles.
Estas charlas son todo lo que se podía esperar de Orson Welles y mucho más. Sin filtro, sin corrección política y sin ataduras el director se muestra como un genio loco que ataca a todo Hollywood sin piedad. Hasta a él mismo. Sexo, drogas, cotilleos… todos los trapos sucios de la edad dorada del cine de la boca de uno de sus máximos creadores.
Entre plato y plato –todas las charlas fueron en restaurantes y comiendo- y copa y copa Welles también desgrana un sistema en el que no encajaba y en el que su arte nunca fue bien comprendido. Es impensable que el padre de Ciudadano Kane no encontrara después quien produjera sus títulos, aunque su tendencia al despilfarro y mal genio contribuyeron a crear la leyenda negra.
Katharine Hepburn y Grace Kelly, diosas del sexo
La relación de Henry Jaglom y Orson Welles viene del rodaje de Un lugar seguro, la primera película como realizador de Jaglom, que tenía la obsesión de que Welles participara como actor. Con la ayuda de Peter Bogdanovich (que tampoco sale muy bien parado de las charlas) Jaglom contacta con él y le convence sin ni siquiera mostrarle un guion. ¿El truco? Hacer que interpretara a un mago y que pudiera incluso vestir una capa. La magia era una de las obsesiones de Orson Welles que luego plasmaría en filmes como Fraude (F for fake).
‘Estaba rodando y Katharine Hepburn empezó a contar como se la follaba Howard Hughes. Entonces nadie hablaba con tanto descaro, aparte de Carole Lombard. Daba la impresión de que ser grosera era una decisión’
Jaglom se convirtió en el mago del mago, y el propio Welles confesó que le había “devuelto la vida”, este vínculo se nota en sus conversaciones, sin ningún tipo de barrera y que hacen que el orondo director descubra a Katharine Hepburn como alguien a quien le gustaba contar sus experiencias sexuales, una imagen que contrasta con la que el público tiene de la actriz de La fiera de mi niña.
“Estaba rodando Doble sacrificio y empezó a contar como se la follaba Howard Hughes. Así, con esas palabras. Entonces nadie hablaba con tanto descaro, aparte de Carole Lombard. Daba la impresión de que ser grosera era una decisión. Grace Kelly también se acostaba con todo el mundo en el camerino, pero discretamente, y no contaba nada”, narraba Welles que una vez empezaba a despedazar a una actriz continuaba con medio ‘star sytem’.
Él mismo confiesa que se “follaba a todo quisque” y cuenta su turbulenta relación con Rita Hayworth en uno de los pocos momentos en los que aparenta algo de humanidad. Mientras, se declara racista y manifiesta su odio a los irlandeses. A su manía a Katharine Hepburn se une la que también manifestaba por su pareja, Spencer Tracy, al que considera un mal actor y al que directamente manifiesta detestar: “es uno de esos irlandeses malhumorados”.
Físicamente detestable
Racista, maleducado y sólo se fijaba en las apariencias. A Orson Welles las personas le entraban por el ojo o no tenían nada que hacer. “Si no me gusta el aspecto físico de otra persona, esa persona no me cae bien. Yo creo que no todas las naciones y las razas son iguales. Estoy absolutamente convencido de que eso de la igualdad es mentira. Yo creo que las personas somos diferentes. Los sardos, por ejemplo, tienen los dedos cortos y gruesos. Los bosnios son cuelli-cortos”, añade en el libro.
Sus rocambolescas opiniones sorprenden a Henry Jaglom, pero Welles no daba marcha atrás y se crecía ante el estupor de su amigo: “Yo nunca pude soportar a Bette Davis, así que no me gusta cómo actúa; físicamente me refiero. Físicamente detesto a Woody Allen. No me gustan los hombres como él”. El genio de Nueva York recibe unos cuantos dardos de Welles que también lo califica como “inconcebiblemente arrogante”.
‘Si no me gusta el aspecto físico de otra persona, no me cae bien. Yo creo que no todas las naciones y las razas son iguales. Eso de la igualdad es mentira’
Tampoco las vacas sagradas como Marlon Brando escapan de la mala leche de Welles y de su obsesión por el físico de las personas: “ese cuello… como una salchicha enorme, como un zapatón de carne”, así definía al actor, del que también destaca lo poco inteligente que era, al igual que el resto de grandes intérpretes.
La última parte de Mis conversaciones con Orson Welles muestran a una persona al borde de la bancarrota y sin ganas de trabajar, obsesionado por las biografías que sacaban sobre él y que le mostraban como alguien con tendencias autodestructivas y aireaban sus trapos sucios en los rodajes. Welles no llevaba bien que hablaran de él, sobre todo si era mal.
El 10 de octubre de 1985, cinco días después de su última charla con Henry Jaglom, Orson Welles fallecía como él quería, “sólo, como antiguamente”. En su regazo se encontraba su particular ‘Rosebud’: una máquina de escribir con la que seguía intentando crear una obra maestra como Ciudadano Kane.