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Revisitando la trilogía clásica de Mad Max

El estreno el pasado viernes de la nueva entrega de «Mad Max«, las brutales historias sobre su larguísimo rodaje y, sobre todo, los increíbles trailers y avances que garantizan una orgía de goma, metal, asfalto y arena como pocas veces se han visto en pantalla son la mejor excusa para revisar la trilogía original.

Dirigida en su integridad por George Miller (al igual que ésta), sus entregas pasaron a velocidad fulminante de la categoría de “película más rentable de todos los tiempos” protagonizada por un desconocido a superproducción con estrella del pop a bordo. Entre medias, un hito comercial y artístico calificado por J.G. Ballard -alguien que puede decir cuatro cosas sobre la relación entre coches y humanos– como “la Capilla Sixtina del punk”. Pon en la radio del coche un cassette con una de nuestras canciones favoritas de Siniestro Total a todo meter y pisa a fondo.

“Rockatansky a tu mujer / La mató Bubba Zanetti”: Mad Max – Salvajes de la autopista

El motivo por el que «Mad Max» es una película tan violenta, cruda y explícita es sencillo y terrible: antes de dirigir su primera película, George Miller estuvo trabajando en el servicio nocturno de Urgencias. Cada noche veía pasar delante de sus narices a un cadáver, otro, otro y otro, procedentes de terribles accidentes de tráfico en la noche australiana.

Aunque su intención no era explotar esas visiones a golpe de morbo o, ni siquiera, dar moralejas de ningún tipo (si de algo da ganas «Mad Max» es de pillar un coche destartalado, y carretera y manta por la zona más despoblada de Almería), es indudable que esas visiones influyeron en su visión de un futuro sobre ruedas, a lo que se suma la obsesión de los australianos por la presencia mítica de los coches.

En 1979, Miller declaraba en una entrevista con Cinema Papers: “los Estados Unidos tienen cultura de las armas, nosotros cultura de los coches”. Y es cierto: cuando era joven, las bandas motorizadas estaban a la orden del día, y llegó a perder a tres amigos por culpa de la violencia sobre ruedas.

Desde un punto de vista más práctico, la experiencia de Miller en Urgencias también fue vital para que se gestara el mito desde un punto de vista económico: la preproducción se puso en pie con los ahorros que el director consiguió trabajando tres meses a destajo como médico a bordo de una ambulancia. El conductor de ese vehículo, Byron Kenedy, produjo la película, y ambos hicieron buen uso del anecdotario macabro que recopilaron esos tres meses.

La preproducción se puso en pie con los ahorros que el director consiguió trabajando tres meses a destajo como médico a bordo de una ambulancia. El conductor de ese vehículo, Byron Kenedy, produjo la película

No fue la única influencia que recogieron para componer su odisea de goma, metal y asfalto: James McCausland, coguionista de la película junto a Miller (y responsable de que la banda de los Acólitos hablen una especie de galimatías dialéctico inventado, idea copiada de «La naranja mecánica»), deslizó en la trama referencias a los posibles efectos de la crisis petrolera de 1973 en los motoristas.

En una entrevista con The Courier-Mail en 2006 McCausland afirmó que “un par de huelgas del sector demostraron la ferocidad con la que los australianos podían defender su derecho a llenar el depósito. Se formaban largas colas en las gasolineras que tenían suministro, y si alguien se la saltaba, estallaba la violencia. George y yo escribimos el guion a partir de la tesis de que la gente haría cualquier cosa por mantener sus vehículos en funcionamiento, y la asunción de que los gobiernos no considerarían los grandes costes de proveer de infraestructuras para generar energía alternativa hasta que no fuera demasiado tarde”.

Esa inspiración dio pie a un argumento de una simplicidad pasmosa, pero que funcionaba como un proverbial cohete: Max (Mel Gibson) es el mejor policía de una unidad de delitos sobre ruedas que en un futuro muy cercano y rebosante de crímenes y violencia se enfrenta a una banda de motoristas que claman venganza por la muerte en una persecución de uno de sus compañeros. La familia y los colegas de Max serán acosados hasta que éste, sencillamente, traspase un límite del que no hay marcha atrás. ¿Cómo funciona este argumento propio de una película exploit mediterránea (por supuesto, tras el éxito empezarían a producirse por decenas)? Muy sencillo: poniendo todos los potenciómetros al 11.

Mad Max es la pura plasmación del exceso, pero a diferencia de películas que optan por el humor o una dinámica de dibujo animado, esta va a una violencia extrema y realista, y una estética que corre a la par. El ridículo presupuesto, 350.000 dólares, obligó a contar con moteros reales para hacer de extras: se llamaban los Vigilantes, que para ahorrar eran recompensados con packs de latas de cerveza.

La anécdota más conocida de la película es también la más representativa: se rumorea que Gibson consiguió el papel cuando se presentó a la audición una semana después de que le hubieran dado una paliza, cubierto de heridas y golpes. Los delitos menores (pequeños robos y pillajes, consumo de drogas y alcohol, escándalo público, conducción temeraria) eran tan habituales durante el rodaje que los productores firmaron cartas para todos los miembros del equipo en la que se pedía a las autoridades locales que cooperaran no deteniendo a los asnos que formaban parte de la película.

Se rumorea que Gibson consiguió el papel cuando se presentó a la audición una semana después de que le hubieran dado una paliza, cubierto de heridas y golpe

La idea para ello arrancó cuando Hugh Keays-Byrne -miembro de la Royal Shakespeare Company-, el actor que hace de Toecutter, villano de la película, tuvo que viajar desde Sydney a Melbourne con el resto de los compañeros de su compañía, que interpretarían a su banda, en las motos que luego usarían en la película. Por supuesto, gracias a estas cartas de la productora y a pasar varias semanas en la carretera, se generó una dinámica poco menos que auténtica de genuinos moteros. Miller, además, los tenía durante el rodaje viviendo apartados de los actores que hacían de policías y en condiciones muy inferiores.

Por todos estos detalles de producción (la carta de salida de prisión, como la llamaba el equipo, el protagonista contratado por haber recibido una paliza, los falsos moteros comportándose como auténticos moteros) la película respira esa peligrosa autenticidad tan propia del cine de acción de serie B de los setenta, donde todo el mundo parece estar a punto de morir de un ataque de histeria o de estampar un coche de frente contra un muro porque sí.

Y buena parte de la culpa la tienen las persecuciones, contagiadas de esa peligrosidad y verosimilitud, rodadas casi siempre a velocidades reales y batiendo records chiflados, como el de uno de los especialistas, Gerry Gauslaa, que saltó de una moto voladora después de conducirla una veintena de metros. Y en el colmo de los colmos, una idea de auténtico tebeo: el coche de Nightrider, el motero que al morir desencadena toda la acción, iba propulsado con un cohete militar para alcanzar una velocidad altísima en muy poco tiempo antes de estrellarse.

¿Y aún así Mad Max es solo acción? No exactamente: lo que la hace especial, aparte de sus fieras secuencias de acción (montadas a hachazos por Miller durante las noches y en la cocina de su casa), es el extraño ambiente, no exactamente post-apocalíptico, tampoco exactamente de hoy día, que se respira.

La desnortada estética gay de cuero, tachuelas, insinuaciones homófilas y brutales muestras de cariño entre hombres, y cuyo motivo nunca llega a explicarse (Mad Max ha sido calificada de homófila y homófoba, posiblemente a causa de las mismas secuencias), también contribuye al aire de extrañeza de la película, y todo suma en un film que es pura Australia, de inhóspita, de directa, de rara y de violenta.

De hecho, Mad Max abrió con su éxito internacional las puertas a lo que hoy se conoce como Nueva Ola de Cine Australiano, películas llegadas desde el continente durante los setenta y primeros ochenta, y en las que brillan nombres como los del propio George Miller, Peter Weir o Brian Trenchard-Smith. Todo ello está explicado en el demencial y recomendabilísimo documental «Not Quite Hollywood«.

La película respira esa peligrosa autenticidad tan propia del cine de acción de serie B de los setenta, donde todo el mundo parece estar a punto de morir de un ataque de histeria

Mad Max recaudó más de cien millones de dólares en todo el mundo, y hasta la llegada de «El proyecto de la bruja de Blair» fue considerada la película más rentable de la historia. Aún así, dio más de un quebradero de cabeza a sus compradores internacionales: AIP en Estados Unidos decidió doblarla por completo, ya que los localismos australianos podían hacerla incomprensible para el público norteamericano.

La crítica en su día se polarizó: el crítico australiano Phillip Adams dijo que proporcionaba “el mismo subidón emocional que Mein Kampf” y que la película se convertiría en “favorita de violadores, sádicos, asesinos de niños y charles mansons incipientes”. En el fondo estamos de acuerdo: Mad Max es así de visceral, impactante y brutal.

“Te persiguen por el páramo los amigos de Hummungus”: Mad Max 2

Por no salirnos de las comparaciones con otros hitos de la cultura australiana, si la primera «Mad Max» es equivalente a los primeros discos de AC/DC, los de Bon Scott -ásperos, rotundos, directos, voluntariamemte extirpados de toda sofisticación-, «Mad Max 2» son los AC/DC de los estadios, los de las muñecas hinchables de tres pisos de altura, himnos incontestables y que aglutinan a su alrededor a millones de acólitos.

Mad Max 2 es, para muchos aficionados, la mejor de la serie, y no es extraño: es más asequible, más espectacular y se pliega a códigos más reconocibles, más familiares. El proceso que lleva hasta ella es tan lógico que es sencillo encontrar un paralelismo en otra dupla clásica de películas de ciencia-ficción: «Terminator» (rotunda, de presupuesto ínfimo, con una estrella en ciernes, ultraviolenta) y «Terminator 2» (más familiar, menos tosca, de aceptación y éxito comercial infinitamente superiores).

El mismo origen de la película, reconocido por Miller en distintas entrevistas, dice mucho acerca de sus intenciones y resultados: el director reflexionó acerca de por qué «Mad Max», pese a ser una película que casi podría considerarse localista y encerrada en sí misma, había sido entendida y disfrutada por espectadores de todo el mundo.

Su conclusión es que había creado con Max a un héroe que era una cáscara vacía y que en cada país se le había aplicado su folclore particular, desde el western a los samurais -y desde luego es así: por eso «Mad Max» es saqueado con tanta naturalidad en un manga como «El puño de la estrella del norte», y en Occidente las explotaciones post-apocalípticas de la saga adquieren el vocabulario de extemporáneos spaguetti-westerns-.

Decidido a seguir indagando en ese terreno, acudió a la madre del cordero: el impresciondible tratado mitográfico «El héroe de las mil caras» de Joseph Campbell, después de cuya lectura decidió crear un héroe con todas las de la ley. El resultado, como no podía ser de otra manera cuando la tesis sustituye a la intuición, está algo más agarrotado que en la primera entrega, pero «Mad Max 2» sigue siendo, a su manera, tan gloriosa como su predecesora.

Max es en esta ocasión un vagabundo que en un mundo ya abiertamente post-apocalíptico y donde escasea lo más esencial (el agua se usa como moneda de cambio, su alimento son latas de comida para perros, y la gasolina es la posesión más preciada posible) se dedica a conducir a bordo de su fiel Interceptor en busca de combustible.

«Mad Max 2» sigue siendo, a su manera, tan gloriosa como su predecesora

De este modo se topa con una refinería que está siendo acosada por un grupo de salvajes capitaneados por el tremendo y enmascarado Lord Hummungus. Pese a sus reticencias iniciales, acabará ayudando a los asaltados. Un argumento que, no cuesta mucho verlo, se acoge a más convenciones narrativas que la primera aventura de Max: un antihéroe, un par de estrafalarios comparsas (el niño salvaje y el capitán Gyro), una némesis terrorífica, un par de giros de guion que hacen que el cínico se convierta en salvador…

Miller, por suerte, sabe cómo contar una historia, y la película no solo está llena de ideas de ambientación gloriosa (el vehículo como hogar, las trampas de Gyro, la estructura de la refinería, todo ello subrayado por una majestuosa planificación visual del director de fotografía Dean Semler), sino que comparte con su precedente una estructura sencillísima, sin ramificaciones argumentales y que de nuevo facilita el ritmo vertiginoso que precisa la película: el desarrollo va tan en línea recta como una de esas carreteras que Max recorre a trescientos por hora, y es uno de los motivos por los que la película ha envejecido tan bien.

El otro motivo es, por supuesto, que las secuencias de acción son impecables: con un presupuesto bastante más holgado que su precedente (Miller se pudo permitir lujos como dos Interceptor para Max, uno para los planos exteriores generales, y otro para los planos en los que se ve el interior y el conductor), algunas de las persecuciones han pasado merecidamente a la historia. Destaca especialmente el rotundo y abstracto duelo que abre el film y la gargantuesca huida del camión cisterna, con Max al volante y perseguido por las hordas de Hummungus.


Pese a algunos inconvenientes atmosféricos (se esperaba un tiempo cálido y en el pueblo minero donde se rodó, a ochocientas millas de Sydney, tan pronto llovía como hacía frío polar), el rodaje transcurrió de forma relativamente plácida.

El único accidente de cierta importancia acabó figurando en el montaje final: un choque en el que un motorista impacta sale volando de su vehículo, destrozándose las piernas contra un coche. En otro de los acidentes más espectaculares de la película, un especialista conducía su vehículo contra un muro de coches amentonados; no quedó satisfecho con cómo había quedado, y al repetir la toma se partió la cadera y un tobillo cuando su coche volcó.

Para quien no fue tan apacible el rodaje fue para los habitantes del pueblo minero de Broken Hill, donde se instaló el equipo doce semanas y en cuyos alrededores se filmó la película. Los extras fueron reclutados entre la gente local y tuvieron que habituarse a la estética concebida por la diseñadora de vestuario Norma Moriceau, que directamente reforzó el aire de mazmorra sado a la que ya apuntaba la primera película, mezclándola con elementos punk y barriobajeros.

Entre el anecdotario más jugoso del rodaje está la imagen de un cartero que no se había enterado de la producción y acabó huyendo despavorido cuando sin querer se metió enmedio de una persecución y contempló a ese ejército de salvajes conduciendo hacia él.

En esta ocasión, la secuela tampoco fue del todo bien entendida en Estados Unidos. Warner Bros. decidió no hacer referencias de ningún tipo a la película anteriorn en el título y los trailers, y la estrenó, sencillamente, como «The Road Warrior«.

Unas sencillas escenas en blanco y negro al principio del montaje remitían brevemente a la película previa. En cualquier caso, el universo de «Mad Max» no funciona en línea recta: Max ni siquiera parece el mismo personaje, y su carácter y aspecto va cambiando notablemente, por no hablar de las heridas que se le van inflingiendo. El resultado no solo fue de total clamor crítico y de público, sino una jugosa recaudación en taquilla (casi 25 millones de dólares) que animó a Warner a encargar otra secuela.

“La gasofa dónde está, dónde está la gasolina” – Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno

«Más allá de la Cúpula del Trueno» supone un claro y abierto paso en pos de la transformación de Max en un héroe convencional, quizás en vistas a abrir una franquicia. Es un viraje hacia la ciencia-ficción apocalíptica más aventurera, menos violenta y con más mensaje: un apocalipsis negro pero esperanzador, donde hay espacio para nuevos núcleos familiares, para la compasión, el perdón y, sobre todo, para un relevo generacional. Es un apocalipsis que está más cerca del humanismo post-punk de los comics europeos de género, especialmente los francófonos, que del aullido hipohuracanado de las dos primeras entregas.

Quizás tenga algo que ver con ese viraje en el tono que Byron Kennedy, productor de las dos primeras entregas, no tomó esas riendas debidlo a su muerte en un accidente de helicóptero en 1983. La autoría de Miller queda así diluida hasta el punto de que en los créditos aparece como codirector junto a George Olgivie, viejo amigo del creador de la saga. Juntos, y con la ayuda de Dean Semler como director de fotografia, compusieron un mundo posnuclear mucho más variado que el de la segunda parte.

Curiosamente, cabría pensar que ese mundo está más cercano al actual que las entregas precedentes debido a su variedad de entornos (minas, desiertos, oasis, pequeñas ciudades), pero la sensación que transmite la peícula es que, después de esa bomba nuclear en formato cinematográfico que fue «Mad Max 2, Más allá de la Cúpula del Trueno» es lo que se ve cuando el polvo vuelve a asentarse.

«Más allá de la Cúpula del Trueno» supone un claro y abierto paso en pos de la transformación de Max en un héroe convencional, quizás en vistas a abrir una franquicia

En «Más allá de la Cúpula del Trueno», Max llega en busca de un carromato que le han robado a Truequelandia, un pequeño asentamiento dirigido por Tía (Tina Turner) y, en la sombra, por el déspota Maestro Golpeador (Angelo Rossito). Max se enfrentará a este tirano para recuperar su redescubierto Interceptor y de paso descubrirá una tribu de niños que viven escondidos a la espera de una figura mesiánica que les guíe.

Solo con esta sinopsis es fácil adivinar la reorientación de tono y ambientación de la franquicia: una estrella del pop pone imagen y banda sonora, una tribu de niños dan el necesario toque de humor y esperanza, y solo hay una persecución, climática y sin muertes violentas, y que palidece al ser comparada a la muy similar de la conclusión de la segunda entrega.

Aún así, «Más Allá de la Cúpula del Trueno» es una interesante muestra de cine apocalíptico familiar, y que sigue exhibiendo una factura visual muy superior a la de los múltiples exploits que intentaron aprovechar el éxito de las primeras entregas. El aire europeo y desesperado del argumento, que aún conserva algo de la sintética aspereza de sus precedentes, le da un toque intemporal que la ha hecho envejecer muy bien, y de una cuestión tan peliaguda como “niños necesitados de una figura paterna” la película sale airosa.

«Más allá de la Cúpula del Trueno» destaca, además, por la creación de un par de conceptos ya indisolublemente asociados a la ciencia-ficción moderna: uno de ellos es el Maestro Golpeador, un gigantesco bruto con despiadado cerebro portátil que parece el jefe final de un videojuego actual; el otro, la propia Cúpula del Trueno, que no es extraño que destaque en el propio título de la película.

La idea de un espacio empleado para dirimir conflictos en este futuro primitivista, el alucinante slogan “Dos entran, uno sale”, la propia estructura cerrada con armas a disposición de los contrincantes también anticipándose a la dinámica de tantos videojuegos… en «Más Allá de la Cúpula del Trueno» no hay grandes persecuciones, pero está claro que a nivel icónico, la película no tiene nada que envidiar a sus predecesoras.

Pese a la obvia búsqueda de un éxito comercial aún mayor que los no muy premeditados de «Mad Max» y secuela, la película no fue el bombazo que se esperaba. La franquicia no quedó del todo condenada, su influencia está en la mente de todos, pero George Miller pasó página produciendo y dirigiendo un cine infantil tan personal y perverso como «Babe» o «Happy Feet».

Sin desmerecer las virtudes de esas epopeyas de dinamismo para todos los públicos, sin embargo, echábamos de menos a Max. Y parece que «Fury Road» va a compensar todos estos años de espera.