Si Dune no hubiera existido, hubiéramos tenido que inventarla: la space opera de Frank Herbert marcó para siempre la ciencia-ficción, provocando apareamientos de ideas que no hubieran previsto ni las Bene Gesserit. Ahora que Paul Atreides y compañía cumplen 50 años, los analizamos aquí.
Que un periodista en paro publique una novela no es algo sorprendente, pero que el impacto de esa novela siga haciéndose notar cinco décadas después sí puede ser calificado de notable. Justo ese es el caso de Frank Herbert, un señor cuyo nombre le suena ahora a cualquier aficionado a la ciencia-ficción como autor de Dune, pero que allá por 1959 era un reportero freelance y escritor ocasional sin demasiado currículum. Habiendo publicado una novela (El dragón en el mar) que tampoco era muy allá, y con una carrera profesional extremadamente difusa, Herbert comenzó aquel año a documentarse para un reportaje que nunca llegaría a terminar: They Stopped the Moving Sands, que así iba a titularse la pieza, versaba sobre cómo el Departamento de Agricultura de EE UU plantaba carrizo en los arenales del desierto de Oregón. Si el plan tenía éxito, la planta anclaría las dunas al suelo, deteniendo las tormentas de arena y transformando aquel secarral en un paisaje más transitable.
Durante la investigación, Frank Herbert tuvo una epifanía de esas cuyas consecuencias van para largo. Con su combinación de ciencia dura, osadía e idealismo, reflexionó, la transformación de un ecosistema era un tema que podía dar mucho jugo en una novela especulativa. De este modo, el escritor pasó seis años aprendiendo todo lo posible sobre el desierto y sus cosas, encontrándose además con ese viejo síndrome que afecta a todo autor ambicioso: el tema daba pie a ramificaciones que ni siquiera se había planteado.
Así, mientras su sufrida esposa Beverly Herbert (escritora también, pero dedicada a la publicidad para mantener al disperso de su marido) llevaba el dinero a casa, Frank combinaba sus arenosas intuiciones con las teorías de Joseph Campbell sobre el ‘viaje del héroe’, con un interés por la expansión de la conciencia que le había llevado a estudiar el zen y a probar el peyote, y con amplias dosis de orientalismo. Estas últimas, confesaría más tarde, vinieron dadas por el hecho de que, cuando al lector medio se le sugiere la imagen de un desierto, lo primero en lo que piensa es en Arabia. A dichas evocaciones del Corán y de T. E. Lawrence se añadieron unos gusanos de arena (“Shai-hulud”, para los iniciados) y una estructura de novelón épico: el planeta Arrakis, con sus puñaladas palaciegas y su Especia Melange, acababa de nacer.
En cualquier caso, el fruto de sus esfuerzos acabó publicándose por entregas en la revista Analog (la misma que, por entonces, servía de hogar a la crema del género, desde Robert A. Heinlein hasta Jack Vance) a partir de 1963, con preciosas ilustraciones de John Schoenherr. Dos años después, y tras una reescritura que no privó a la obra de un acusado tono de folletín, Herbert buscó una editorial… y la halló en Chilton Books, casa especializada en manuales de automovilismo. De este modo, Dune llegó a las librerías en agosto de 1965, una fecha nada casual.
Cuando Paul Atreides y compañía se dan a conocer para el gran público, Ken Kesey y su pandilla surcan las autopistas puestos hasta las cejas de un LSD que todavía es legal, las semillas del pop psicodélico (Beatles mediante) comienzan su meteórica germinación y el ejército estadounidense hace llover toneladas de bombas sobre Vietnam. Un año movidito, vaya, que puede verse como fecha natal de la llamada “contracultura”. Aquel híbrido de arte dionisíaco, política radical y búsqueda de nuevos estilos de vida condicionó la literatura de ciencia-ficción hasta extremos inconmensurables. Y, en su afán por hallar nuevos textos canónicos, también se dejó influir por ella. Contando con todo esto, podemos decir que Dune llegó al lugar preciso en el momento más adecuado: la Reverenda Madre Mohiam se hubiera sentido orgullosa.
Ahora bien: por mucho que nos gustase hablar aquí de las Bene Gesserit y sus planes milenarios de ingeniería social, el proceso fue todavía más arduo, y mucho menos determinado. Es cierto que Michael Moorcock dirige la revista inglesa New Worlds desde 1964, que su amiguete J. G. Ballard lleva ya muchos años tramando sus pesadillas y que otros revolucionarios, como Alfred Bester, el sempiterno Philip K. Dick o Samuel R. Delany, no son precisamente nuevos en esta plaza. Pero si buscamos las repercusiones de todo esto en un territorio inmediato, como es la música popular… pues veremos que Roger McGuinn (de los Byrds) escribe canciones a cuenta de tropos ya manejados por Bradbury, Clarke, Asimov y otros miembros de la vieja escuela. Y que, por mucho que el plasta de Godard pretenda tomarla por asalto con Alphaville, la ciencia-ficción sólo recibirá su definitiva carta de nobleza en el cine mediante 2001: Una odisea del espacio. Un filme cuyo clímax final se presta mucho a un visionado con dietilamidas en el cuerpo, pero que, visto desde las propias filas del género, tampoco es que fuera demasiado rompedor. De lo que nos ocupa, como de costumbre, se enteraron primero los asociales, y luego los que tenían mejores cosas que hacer.
Líneas genéticas, polvos proféticos
Aun y con lo antedicho, Dune se vendió bien, ganó el Hugo y el Nebula (este último premio, en su edición inaugural) y, finalmente, se situó entre esos clásicos de la ci-fi que resultan fáciles de encontrar y nunca dejan de reeditarse, incluso en España. Algo que no se debió tanto a su condición de obra innovadora como al hecho de que, si bien con variaciones, ofrecía lo mismo de siempre: una fantasía de empoderamiento capaz de enamorar al adolescente más acomplejado, que se imaginará a sí mismo como un Muad’Dib de la vida liderando a las hordas Fremen al son de un temazo ad hoc de Iron Maiden. Como señalamos previamente, esta historia nació como un folletín, y siguió siéndolo en esas secuelas de las que no hablaremos aquí para no resultar más pesados que el Barón Vladimir Harkonnen. Aun así, es un folletín atípico, y no sólo porque uno necesite un glosario para enterarse de lo que está leyendo. Como marcan los cánones, el novelón se apoya generosamente en el sexo y la violencia, pero esta última transcurre mayoritariamente fuera de campo, mientras que la cosa venérea tiene unos tonos subidamente enfermizos, amén de desprovistos de placer.
Manda narices que, en un contexto donde el folleteo sin barreras veía reforzado su papel como consigna de libertad (la píldora ya había llegado, el sida aún no estaba ahí), Frank Herbert pariese una obra en la que los intercambios carnales son de todo menos apasionados. Por si aún nos acompañase alguien que no haya leído el tochazo, recordemos que su protagonista es Paul Atreides, alias ‘Muad’Dib’, joven aristócrata desposeído que acaba convertido en Mesías de una cultura nómada gracias a sus poderes adivinatorios. ¿A qué se deben esos poderes? Pues a que Paul es el Kwisatz Haderach, una anomalía genética producto de una serie de cópulas entre individuos selectos orquestadas por la orden Bene Gesserit. El control de esta secta femenina sobre los apareamientos aristocráticos es tan absoluto, según nos informa Herbert, que uno acaba dudando de que en los dominios del emperador Shaddam IV tenga lugar un solo polvo que no haya sido dictaminado antes por sus reverendas madres.
Para Frank Herbert (o sus personajes), el sexo es siempre un medio para obtener algo: poder, hijos, o un profeta cósmico.
Aparte de eso, nada. Ni un orgasmo ciclópeo, ni un pechito al aire ni un mísero momento de ternura, por más que los Fremen celebren orgías rituales o que entre los miembros de las Grandes Casas tener un harén no sea nada del otro jueves. Tanto para los machos que ostentan el poder como para las hembras que los controlan en la sombra, y uno sospecha que también para el propio autor, el sexo en Dune es siempre un medio para obtener algo: un heredero para una familia noble, el sometimiento de un jovenzuelo atado por el bajo vientre o un profeta que te diga qué tiempo va a hacer mañana.
Dejémoslo en que nuestra lectura de Dune la identifica como una obra extremadamente machista. Pero su machismo no es el de aquel que menosprecia a las féminas: ya hemos dicho que, mientras escribía el libro, el autor vivía de los ingresos de su esposa. En Arrakis y sus alrededores, a las mujeres se las teme porque, consciente o inconscientemente, los varones conocen su potencial, y temen que éste pueda escapar a su control. Maquiavélicas hasta la caricatura y usuarias del placer como instrumento de dominio, las Bene Gesserit han asumido sobre sí todas las ataduras con las que una sociedad de hombres sujeta a su género… y usan esas mismas ataduras para golpear a esa sociedad donde más le duele.
Esta mentalidad paranoica puede desagradar, pero reconozcamos que está muy en sintonía con el espíritu de su época: si bien alardeaba de promover el amor libre, la contracultura hizo gala casi siempre de un machismo clamoroso, aprovechando la mayor disponibilidad sexual de las chicas sin atender a unas exigencias por las cuales, para variar, el feminismo tuvo que luchar con uñas y dientes. Por otra parte, también es interesante que esta novela eluda cualquier referencia al concúbito lésbico: según la mentalidad heteronormativa, ya se sabe, el sexo entre mujeres no es sexo ‘de verdad’.
Donde Herbert no tiene compasión, eso sí, es en lo referido a la homosexualidad masculina. Un territorio en el cual, para variar, se agarra a la heteronorma como a un clavo ardiendo: los prejuicios vertidos en la figura del Barón Harkonnen son de dominio público, y uno puede preguntarse si hubo algún cliché que el autor no llegase a emplear. Taimado, hedonista, con una pluma aún más voluminosa que su obesidad descomunal, al antagonista de Dune sólo le hace falta ser un efebófilo, siempre dispuesto a meterle mano a su sobrino Feyd-Rautha, para resultar un sissy villain elevado a la enésima potencia.
Sobre esta figura y sus implicaciones pueden formularse muchos argumentos exculpatorios: que si el Barón y su familia son ejemplos de un orden decadente, que si sus tropelías sexuales sirven como demostraciones de su poder, que si esos gusanos tan enormes y tan turgentes cabalgados por rudos hombretones del desierto… Ninguno de dichos razonamientos nos basta:el sexo según Herbert es profundamente mecanicista, y su meta principal es la reproducción. Si tus eyaculaciones no tienen un óvulo como meta, eres un ser patético en el mejor de los casos, y un monstruo en el peor. De hecho, se ha especulado sobre si el título nobiliario de Vladimir Harkonnen pudiera venir de la palabra “barren” (“estéril”). Tal vez esta creencia llevase al autor a renegar de su hijo pequeño, Bruce Herbert, cuando éste salió del armario. Sólo podemos tener una sospecha razonable de que el vástago (quien ejerció como activista durante los años crudos de Reagan y Bush, antes de fallecer en 1993 a causa del sida) debía parecerse muy poco al Barón.
Dame la Melange y déjate de tema
Si la visión de Dune en lo referido al sexo es tan chuchurría, ¿cuál fue el aspecto en el que se fijaron muchos hippies para convertirlo en su libro de cabecera? Pues está claro: el de las drogas. Inventando la Especia Melange, esa sustancia que es a la vez mandanga y petróleo, Herbert obtuvo una de sus creaciones más geniales junto con el destiltraje (ese chándal gracias al cual puedes beberte tu propio sudor), el Jihad Butleriano (que no tiene nada que ver con Judith Butler, sino con la proscripción de los ordenadores) y el escudo de energía (responsable de que aquí los cuchillos reemplacen a las pistolas láser). Los méritos del hallazgo se multiplican si recordamos estudios recientes, como el CeroCeroCero de Roberto Saviano, que revelan el poder de las sustancias (cocaína, en ese caso) como activo económico.
En el cosmos de ‘Dune’, la Especia (es decir, la droga) no es sólo una mercancía: lo es todo.
En el cosmos de Dune, la Especia (es decir, la droga) no es sólo una mercancía valiosa: lo es todo. Las clases altas están ferozmente enganchadas a ella debido a sus propiedades para retrasar el envejecimiento, las Bene Gesserit y los Mentat (esa casta de sabios que asesora a la aristocracia) le deben sus poderes y la ominosa Cofradía la emplea en sus viajes interestelares. Imagina que ese mes de escasez en el que tu camello se va de vacaciones no sólo te dejase sin la opción de liar un trócolo antes de dormir, sino también sin internet, sin transporte y sin mascarilla hidratante: entonces tendrás una idea aproximada de lo que significa esa sustancia que sólo se halla en Arrakis. El modo en el que dicha necesidad permea la novela, haciéndonos entender cómo un señor imperio galáctico sufre espasmos de yonqui si le peligra el suministro, proporciona grandes momentos de lectura. Y el contraste entre ese sempiterno ‘mono’ y la sed inacabable que padecen los nativos de Dune (“La carne de un hombre le pertenece, su agua pertenece a la tribu”) dice más sobre la dialéctica entre opresores y oprimidos que muchos tratados de economía política.
Pero, claro está, la Especia no sólo juega este papel: aquello que tanto debía tentar a un freak de mil novecientos setenta y pico, oyente de los Grateful Dead y lector de Carlos Castaneda, eran las promesas de iluminación espiritual que la sustancia lleva consigo. Una iluminación que, además, no es trascendente sino inmanente: en esta historia, tan dominada en tantos aspectos por la religión, Dios sólo existe como conjetura, y los mundos lejanos a los que puede llegarse con un colocón alucinógeno son aquellos de los días pasados y por venir… o de sus potencialidades, porque quien obtiene el supremo trance de Melange no contempla un solo futuro, sino todos los futuros posibles. Idea esta con poquísimos precedentes literarios (el primero que se se nos ocurre es el de Borges en El jardín de los senderos que se bifurcan) para la cual Herbert diseñó una compleja, y más o menos coherente, serie de reglas.
Y, como suele suceder, en los detalles está el demonio. Los innúmeros pajeros europeos y americanos soñaban (pretextándolo de forma más o menos intelectual) con reemplazar sus tripis de garrafón por el Agua de Vida, obviando el hecho de que, en Dune, el uso de tóxicos no aparece ni mucho menos idealizado. Tal vez el pueblo Fremen emplee el temita de una forma regulada por la tradición, cimentando su identidad colectiva a base de colocones en grupo, pero el autor condena el uso no sacro de la Especia, al menos si nos atenemos a sus consecuencias.
Más allá de la inevitable adicción (Arrakis está tan impregnado de Melange que hasta su aire engancha), las secuelas inmediatas de la sustancia son esas mutaciones que apenas se mencionan de pasada en la novela. El aspecto del Navegante de Tercer Grado, ese que tanto juego le dio a David Lynch para sus purulencias, sólo se reveló a la altura de El Mesías de Dune (1969), la primera de las seis secuelas que Herbert iría publicando hasta su muerte en 1986. Aun así, por si no bastase con la certeza de que el uso continuado le tornará en un híbrido de feto y pescadilla, el aspirante debe enfrentarse a una posibilidad todavía peor: la de ser el Kwisatz Haderach, el Elegido. Es decir, la de ser Paul Atreides, un personaje que podría haber sido la enésima repetición de un arquetipo (y un arquetipo muy políticamente incorrecto, además), pero al que vemos atrapado por la red de sus propias decisiones, cual un Doctor Manhattan del desierto. Paso a paso, el héroe descubre que el precio de su supervivencia es la creación de un monstruoso híbrido político-religioso, cuyos excesos genocidas dejarán en mantillas a los de cualquier dictadura del pasado. Pero sigue adelante con sus planes, sencillamente porque no le queda otra. ¿Hemos dicho ya que Paul Atreides es un personaje profundamente patético?
Si Jodorowsky hubiera sacado adelante su adaptación, hubiese obtenido un monumento a su ego.
Semejante panorama de intoxicantes, fascismo y videncia nos permite enlazar con aquello en lo que todos estamos pensando: esa película nonata concebida por Alejandro Jodorowsky y cuya dantesca preproducción, trufada de anécdotas locas, dio pie a un documental maravilloso (Jodorowsky’s Dune, 2013). Aun reconociendo el valor del proyecto como incubadora de futuros clásicos, empezando por Alien, podemos decir que el chileno no se enteró demasiado de qué iba el cuento. Allá donde Frank Herbert pretendía subvertir viejos tropos, explicando lo místico y lo heroico mediante fórmulas materialistas, los planes de ‘Jodo’ aspiraban a construir la historia en torno a una narrativa mesiánica de toda la vida, tendiendo en todos los aspectos a producir lo que siempre sale cuando él anda de por medio: un monumento a su propio ego. Sí, los diseños de Giger, Chris Foss, Moebius y compañía eran preciosos, y ver a Dalí, Orson Welles y Mick Jagger en el mismo filme hubiera sido un puntazo, pero (ateniéndonos a los testimonios) eso es lo que hubiese habido. Está por verse qué ocurrirá si Ari Foldman (The Congress) consigue hacer realidad el guión en formato animado.
Dejando aparte el resto de proyectos inacabados (el de Ridley Scott en 1979, y otro que fue finiquitado oficialmente en 2011 tras los abandonos de Peter Berg y Pierre Morel), dediquemos unas líneas a las adaptaciones que sí vieron la luz. La de David Lynch (1984) ha sido objeto de críticas incontables, y su director no quiere ni oír hablar de ella hoy en día, pero el valor del genio de Montana al afrontar tamaña tarea resulta incuestionable. Una tarea que, además, Lynch se tomó muy en serio, como prueban esos primorosos borradores de guión que fenecieron víctimas de Dino De Laurentiis y de sus ansias por producir un blockbuster. En cuanto a la miniserie estrenada en 2000 por el Sci-Fi Channel (ahora Syfy), dejémoslo en que trató al original con respeto y mimo, por más que su presupuesto fuera de cuatro céntimos y un chicle y que su departamento de vestuario, por lo que puede verse en pantalla, estuviera bajo los efectos de una doble dosis de Especia.
Nomadología del destiltraje
Ya hemos hablado de sexo. Ya hemos hablado de drogas. Y, para seguir con la santísima trinidad de la contracultura (que sí, que se la inventó Ian Dury en los 70, pero ahí está el tópico) ahora nos toca hablar del rock’n’roll. Y, lo que es aquí, de eso hay bastante, aunque para hallarlo tengamos que viajar más allá de las páginas. Por supuesto, en los dominios del Metal se efectúan cabalgatas sobre el desierto a lomos de un poderoso riff, empezando por los Maiden, pasando por la inevitable epopeya powereta de Blind Guardian y culminando en Sandrider y Shai Hulud, entre otros muchos. Muy a pesar de su creador, que detestaba el rock con toda su alma (lo suyo era más el flamenco), el paisaje de Arrakis se prestan mucho a agitar melenas y poner los cuernos.
Así como el Imperio se alza sobre tres instituciones (la corte imperial, la asamblea nobiliaria del Landsdraad y la Cofradía, por si a alguien le interesa), el Metal sustenta el edificio de la música para nerds acompañado de otros dos géneros: la electrónica y el rock progresivo. Géneros en los cuales, huelga decirlo, el novelón también ha dejado su huella. Aquí podemos citar al inevitable Klaus Schulze, quien publicó en 1979 un álbum repleto con sus acostumbradas divagaciones cósmico-sintéticas, o al teclista Dave Matthews, responsable de una suite en cuatro partes sobre los gusanos y sus cosas (a ritmo de jazz-funk blandito), compartiendo disco con una versión del Space Oddity que hay que oírla para creerla. A todo esto, resulta extraño que David Bowie nunca se haya fijado en el universo de Frank Herbert, siendo como es lo más parecido a un Kwisatz Haderach que ha conocido el mundo del rock. Pero prosigamos.
Prosigamos, sin ir más lejos, recordando a aquel proyecto eurodance llamado precisamente Dune, cuya música debió ambientar muchas iluminaciones químicas en el discotecón de turno. También podemos mencionar a Grimes: siempre afín a la fantasía y la ci-fi desde una perspectiva arty y a la última, la canadiense debutó con un álbum (Giedi Primes, 2010) en el que rendía tributo a la saga de los Atreides desde el primer al último corte. Y que se cuenta entre lo mejor de su discografía, también.
Pero, si buscamos música dunificada, tenemos que remitirnos a una de las escenas más mareantes del prog rock: la francesa. Los melenudos del país galo se hincharon a grabar, no ya temas, sino álbumes enteros dedicados al planeta desértico: que si el estupendo debut de Zed en 1979, que si los Dün (ay…) con su Eros en 1981… Aquí, todo sea dicho, el amo de la gusanera es Richard Pinhas: pionero del rock industrial con su proyecto Heldon, este guitarrista y teclista se marcó, allá por 1978, Chronolyse. Se trata de otro disco conceptual, capaz de roerle los nervios a un eremita Zensunni mediante su ruidaco secuenciado en homenaje a Muad’Dib, a las Bene Gesserit y a Duncan Idaho.
La Francia underground que enloqueció con Dune es, recordemos, la misma del Métal Hurlant y los álbumes de Magma: aquella en la que los inadaptados ilustrados le hacían la ola a Philip K. Dick, Norman Spinrad, Moorcock y otros raritos de la ciencia-ficción angloparlante. Y también aquella en la que, tras el fiasco de 1968, cierta izquierda radical soñaba todavía con una grand soir, bien anarcoautónoma, bien tirando a maoísta, gestada a ser posible en el recién inaugurado campus de la Universidad París VIII en Vincennes. Leído desde semejante óptica, Dune es un caramelito. Su desarrollo describe, con documentada exactitud, los mecanismos de acción y reacción desencadenados por el colonialismo, ya se dé éste en Argelia, en Arrakis o en el sudeste asiático. La causa que unifica a los Fremen como pueblo (y, por tanto, como agente en un proceso histórico) es la de cambiar su mundo, tanto en el sentido político como en el medioambiental. Y, para llevar a cabo su lucha, los habitantes primigenios de Dune orientan cada aspecto de su cultura a la guerra de guerrillas. Hablamos de una etnia organizada desde lo marcial, cada uno de cuyos miembros es a la vez un biólogo, un comando de élite y un creyente fanático.
Leída desde el prisma de la política radical, esta novela es un caramelito de postcolonialismo y guerrillas.
Todavía hay más: el mentado Richard Pinhas fue, además de músico, alumno y amigo del filósofo Gilles Deleuze. Y, aun ignorando si este sabio le puso los ojos encima a un ejemplar Dune alguna vez en su vida, cabe recordar un capítulo de su tratado Mil mesetas (1980, escrito junto a Felix Guattari) titulado Nomadología: La máquina de guerra. Entre otras posibles lecturas (sus autores nunca se quedaban cortos con la polisemia) y simplificando muchísimo, digamos que el texto describe al grupo antisistema definitivo: en parte guerrilla latinoamericana, en parte secta iniciática y en parte horda mongola, la Máquina de Guerra combina una gran flexibilidad táctica y logística con códigos internos impenetrables para el forastero, amén de con la capacidad para desenvolverse en el ‘espacio liso’ (aquel no coartado por estructuras fijas, bien físicas, bien intelectuales) antes que en el ‘espacio estriado’ de la guerra convencional. Recuérdese por qué Paul Muad’Dib y su ejército de nativos acaban apalizando al Imperio, y concédase que un desierto puede ser el espacio liso por excelencia: entonces se admitirá la habilidad de Herbert, no ya para captar el pensamiento de su época, sino también para ponerse en sintonía con su devenir. Cuando Deleuze y Guattari afirman que la Máquina de Guerra se define por su fluidez en oposición a la entidad sólida del Estado, nosotros recordamos tanto la amplia movilidad de los Fremen como su constante preocupación por el agua.
Mejor saltamos a otro tema, antes de que José Luis Pardo lea esto y nos ponga una bomba en la redacción. Para elaborar su Nomadología, Deleuze y Guattari se fijan en los juegos de estrategia, especialmente en el go japonés. Y, contando con ello, no tendríamos perdón si ignorásemos tanto el juego de tablero (mítico él) que Avalon Hill en 1979 como el papel que, muchos años más tarde, desempeñaría Dune en la evolución del ocio informático: la adaptación del libro firmada en 1992 por la compañía francesa (¿lo ven?) Cryo tenía una estética propia, préstamos lynchianos aparte, y una formidable banda sonora de Stéphane Picq, pero fue Dune 2: The Battle for Arrakis (Westwood, 1992) el que se llevó el gusano al agua. ¿Cómo? Pues dándole primacía al desarrollo sobre la narrativa, y poniendo de moda gracias a ello el género de estrategia en tiempo real. Para muchos jugones, la palabra “Dune” evoca recuerdos basados en a) construir una base, b) acumular Especia antes de que los malditos Shai-hulud se den un festín con sus cosechadoras y c) lanzar a sus tropas contra el enemigo, rezando por que éste se halle lo bastante desprevenido (o desguarnecido) como para sucumbir ante la oleada. Recordamos la existencia de Dune 2000 y de Emperor: The Battle For Dune (2001), y afirmamos que el gustito de oír una y otra vez lo de “Ordos unit destroyed” no nos lo quita nadie.
Nuestro camino ha sido largo y tortuoso: hemos bebido el liquiducho condensado en nuestros bolsillos de recuperación (tapándonos la nariz, claro), hemos caminado sin ritmo sobre la arena y hemos hundido nuestros cuchillos crys en todas las referencias, implicaciones y dobles lecturas que se nos han puesto al alcance. ¿A dónde hemos llegado? Pues a un 2015 en el que Brian Herbert, hijo mayor de Frank, cuenta las millonadas obtenidas con esas precuelas, secuelas y spin off escritos en colaboración con Kevin J. Anderson, y que nos parecen infames de todo punto. Mientras tanto, la huella de Dune (el novelón original, el que se publicó hace 50 años y nos ha dado ocasión de escribir todo esto) sigue patente en mil y un productos culturales, desde la saga Star Wars a Warhammer 40.000, pasando por infinidad de libros, cómics, videojuegos y discos. Aunque su prosa no sea para tirar cohetes, aunque sus perspectivas hayan acabado resultando caducas, cuando no odiosas, y aunque sigamos consultando ese maldito glosario cada vez que le damos la vuelta a una página, el libro escrito por aquel periodista en paro sigue infiltrándose en buena parte de lo que leemos, miramos y escuchamos. Dune impregna nuestros cerebros, como la Especia impregna tu comida, tu ropa e incluso los gases que respiras hasta ponerte bajo su férula. Y así son las cosas. O como dicen en el Sietch Tabr: Bi-lal kaifa.